Como es costumbre en el
Colegio Internacional Bidasoa, donde vivo, llegado el fin del curso viene el
tiempo de la pastoral de verano, que consiste en ir a una parroquia y ayudar al
sacerdote en lo que se pueda, en primer
lugar en la Santa Misa, luego en tareas de administración y papeleo o de
mantenimiento, también para conocer, amar y acompañar a los fieles en el camino
de la fe desde ya como seminaristas, es una preparación y anticipo de la vida
sacerdotal que nos aguarda en el futuro.
Este año me ha tocado
en gracia venir a Santiago de Compostela, una ciudad antigua, hermosa, llena de
fe y de vida. Ayudo a Don Víctor Sánchez, cura párroco de Iglesia de San
Cayetano, aquí se tiene por tradición montar una exposición para los fieles y
los peregrinos, cada año es diferente, pues cambia de tema “según vayan los
aires en la Iglesia Católica”, así el año pasado tuvo por tema “El Concilio
Vaticano II”, pues se celebraba el L aniversario de su apertura. Este año la
exposición presentará a tres grandes sacerdotes que supieron hacer la voluntad
de Dios, cada uno según Él se lo pedía, son los dos Papas santos Juan XXIII y
Juan Pablo II, y, el próximo Beato,
Álvaro de Portillo.
Haber elaborado las
láminas de la exposición ha sido para mí un enriquecimiento no sólo cultural
sino también humano y sobre todo espiritual. He aprendido mucho de estos tres
grandes hombres llenos de fe.
Ellos escucharon la voz de Dios y respondieron
con un “si” generoso. Me ha hecho pensar en que cada uno con su sí ha provocado
tanto de bueno y santo en el mundo, y que nosotros estamos llamados también a
responder y provocar esos efectos buenos y santos, cada uno según su condición
y vocación.
Han predicado la conversión al amor de Dios, nos han hablado de fe,
de amor y de santidad, cada uno con su estilo propio. Estoy seguro que la
predicación de cada uno de estos santos era fruto de su relación personalísima
con Dios en la oración y de su vivir cada día su entrega con fidelidad y
alegría, sus enseñanzas han sido la siembra fecunda de la cosecha abundante que
hoy recoge la Iglesia.
He aprendido que si
quiero ser un hombre feliz de verdad no puedo alejarme de Dios, ni vivir en
todos los ámbitos de mi vida como si Dios no existiera, al contrario he de
vivir muy unido a Dios y a la Iglesia, lugar privilegiado donde encuentro a
Dios y su misericordia.
Me enseñaron que para ser santo hay que ser feliz, ser sencillo, dar amor y orar, pues no hay santidad sin
felicidad, sin sencillez, si no hay amor y sin oración. Para ser santo hemos de
ser primero muy humanos, sensibles a las necesidades materiales y espirituales
de los demás.
La gran enseñanza que he ganado con este encargo pastoral es que a
ejemplo de San Juan XXIII, San Juan Pablo II y Don Álvaro del Portillo yo
también puedo ser santo y provocar en el
mundo muchas cosas buenas y santas.
Daniel Mejía.
Seminarista de El Salvador
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