Fui al tanatorio a dar el pésame a unos feligreses. Hablé con
la viuda que me contó cómo había sido el fallecimiento y luego recé un responso,
como es costumbre. Al salir de la sala, también fui hablando con los que encontraba por allí.
Me
encontré con un hijo con el que me paré,
le saludé y tuve una conversación sencilla con él.
Le dije que no
abandonara a su padre. Es decir que rezara por él. Me
contestó que era su padre quien le había abandonado. Me lo
dijo con emoción, a pesar de ser un
hombre hecho y derecho.
Entonces le expliqué que Dios es Padre y que nunca
nos abandona, que confiara en
Él.
No me dio tiempo a
explicar que también tiene a la Iglesia que es como una madre que nos quiere y
cuida, y que incluso su padre seguirá con sus obligaciones familiares aunque de
otro modo. Esto habrá que dárselo en otra ocasión y en pequeñas dosis.
No le vi muy convencido
de mi afirmación contundente sobre la paternidad de Dios que no pasa sino que permanece. Me da la
impresión que no siempre sentimos a Dios como un Padre cercano, que nos quiere
y que busca lo mejor para nosotros. Quizá tengamos una idea, desde luego equivocada, de Dios como un amo que es exigente y que no nos quiere
tanto como dicen.
Habrá que cambiar ese modo de pensar y de vivir. Hay que
considerar la filiación divina cada día para que cuando lleguen estos momentos
más duros sepamos descansar de verdad
en Dios.
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