Hay un jardín en donde me gusta estar. Tiene sombra, hay bancos
de madera para sentarse, y además es una
zona tranquila de tráfico.
Además el jardín me trae el recuerdo del Jardín del Paraiso y también, por comparación, del jardín de la familia o del alma , todo lo cual hay que cuidar como buenos jardineros.
Allí me reúno con un
compañero sacerdote a conversar algunas veces, y eso ya es una delicia.
Son conversaciones amables, distendidas y provechosas.
El último día hemos hablado del gran atractivo que tenía Jesús que
le buscaban los pecadores a quienes acogía y comía con ellos.
Nos preguntábamos como hacía Jesús para que eso ocurriera y veíamos que era acogedor, amable, no se asustaba de los muchos
o pocos pecados de sus oyentes y los curaba en cuerpo y alma. Les llenaba de esperanza de comenzar una nueva vida.
Lo criticaban
los fariseos, pero no le importaba.
Luego pasamos a ver como también salía a buscarles, pues pone dos parábolas en donde se invita a
ir al encuentro de los perdidos. La parábola de la oveja perdida y de la mujer que pierde y busca hasta encontrarla,
la moneda perdida.
En cambio no va en busca del hijo pródigo. Le espera y le acoge
con bondad infinita.…
Me decía mi amigo que
el hijo pródigo tuvo varias cosas buenas, primero se puso a pensar, segundo fue
con humildad al encuentro del padre, confesando
su pecado y pidiendo el último puesto en su casa. No buscó disculpas para justificarse…
y añadió
este mi amigo que si el hijo decide quedarse con los cerdos, no podía echarle
la culpa al padre ni a nadie. La culpa es suya.
El escoge aquella situación lejos de su padre y
de su casa. Eso sería escoger libremente su condenación. El infierno de quedarse sin Dios. Pero esto no fue el caso en la parábola.
En nuestras conversaciones en el jardín, también entran otras cosas, pero las contaré en otra ocasión.
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