En verano las hormigas, quizá por el calor, salieron de su hormiguero y también de sus recorridos habituales por la calle, y entraron en una casa, fresca y limpia. El amo no las vio con agrado, pero ellas vieron el camino limpio y algunas migas de pan y restos de comida y se sintieron atraídas como locas.
Unas pasaron a las otras sus particulares sms e invadieron aquel lugar.
El amo puso el grito en el cielo, pero las hormigas no se dieron por enteradas hasta que una escoba las echó fuera. No hubo masacre, ni fueron pisadas con mal humor, pero una poderosa escoba las echó a la calle que es su sitio.
Volvieron a entrar, pasado un poco de tiempo, quizá les quedó un buen recuerdo en su memoria, pero en esta ocasión la señora de la limpieza las vio y les declaró la guerra.
Trajo un artilugio anti-hormigas en el que entran atraídas por el olor y salen con las patas embadurnadas de veneno. Desde luego es una arma química de destrucción masiva, no se salva ni la portera.
Cuando vuelven al hormiguero, como no se duchan, contaminan todo hasta que la reina coge el veneno, enferma y muere. Así me lo explicó la señora de la limpieza, que parecía muy metida en el problema.
Con la muerte de la reina, se acaba el hormiguero. Se cumple lo del Evangelio: heriré al pastor y se descarriarán las ovejas.
Conclusión: no todo lo que apetece es bueno ( hay que saber discernir con nuestra inteligencia, que desde luego, no tienen las hormigas del cuento) y, cuando nos contaminamos, es malo para nosotros y además
somos portadores de esa contaminación para otros, aun sin pretenderlo.
Las hormigas no tienen confesión que las libraría de su veneno, pero nosotros sí y de este modo nos salvaremos de la muerte (espiritual) y no contaminaremos a los demás tal vez inocentes y débiles.
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