Fui con dos chicos a una residencia de ancianos llevada por
las religiosas de Santa Teresa Jornet.
Nuestro plan era ayudar a ancianos dependientes a la hora de
comer. Llegamos con el tiempo justo pero los chicos se dispusieron a ayudar
inmediatamente a las órdenes de Sor Dolores. Les preparaban la comida que tenían en el plato y les daban conversación
con mucho ánimo que eso les gusta a los
ancianos y les anima.
Yo también les quería ayudar pero sor Dolores me dijo que no
era necesario en mi caso, pero observaba a los chicos desde lejos a ver como
lo hacían. Estuve en el pasillo y en una sala de estar con el rosario, arma
poderosa, en la mano.
Todo aquel que pasaba cerca le saludaba y tenía una mínima
conversación. Mi meta era hacerle sonreír y con esa me daba por bien pagado y
cumplía mi obra de misericordia. Vi pasar a un conocido desde hace muchos años,
D. Germán. Le saludé, iba buscando el médico que andaba por allí cerca y le
hice sonreír. Gracias a Dios.
Cuando terminaron de comer, pasó en silla de ruedas por la sala de
estar, un anciano que conducía muy bien e iba a una puerta sin salida, pero él
sabía bien a donde iba. Allí aislado de los demás, echaba su pitillito y dejaba
la ceniza en un cenicero que le tenía dispuesto las monjas. Fumaba a sus anchas
y sin contaminar.
En el entretiempo vinieron dos monjas a saludarme y
agradecer que les llevase a los chicos por allí. Pero me dijeron que también podían ir chicas pues tienen otro comedor de
mujeres que también necesitan ayuda. A todos
les viene bien pues los jóvenes se dan
cuenta o se plantean el sentido de la vida y ven en que terminan las ilusiones
humanas. Aparte hacen una bonita obra de misericordia.
Los chicos terminaron su trabajo y vinieron a mi encuentro
en la sala de estar. Les miré a la cara y los vi alegres y con ganas de volver
otro día y tal vez animar a otros a hacer esta experiencia en el Año de la
Misericordia. Que Dios los bendiga y haga santos.
Las monjas hacen esta labor con mucha dedicación, aun las
mayores, que no se sienten dispensadas de estos trabajos.
Me confirmaron que
entre los ancianos, los había con muchas hermosas historias y anécdotas que
espero algún día me las cuenten.
También estaba allí internado un sacerdote que fue compañero
de ministerio en la ciudad de Santiago pero ya no se acordaba de mí. Yo sí le
reconocí perfectamente.
Me contaron que los ancianos que están bien , ayudan a los que están mal y les hacen
llevaderos los días con sus atenciones y delicadezas.
Hermosa labor que hecha con constancia y amor, nos hace grandes
delante de Dios, igual como le pasó al buen samaritano de la parábola.
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