Era la última hora de la tarde y allí estaba Enrique, un
niño de tres años, despierto y vivaracho. Se acercó con sus padres a recibirnos
a la puerta de casa.
Fuimos otro compañero y yo a ver una familia que quería
celebrar en fechas próximas el bautismo de su segundo hijo y, siguiendo la
costumbre de muchos sacerdotes, fuimos a su casa para charlar con ellos del
bautismo.
Se veía a Enrique como un niño activo y participativo que
quería ser tenido en cuenta, dispuesto también a intervenir.
Empezamos a hablar con sus padres de la ceremonia del
bautismo y del particular lenguaje de
signos que se da en los diversos momentos. Pero a Enrique poco le importaban los signos
y en cambio quería enseñarnos sus
dibujos, y, cuando se le acabaron, trajo una cuerda para jugar, pues seguramente
en casa así lo hacen. Los padres trataban
de frenarlo, pero él seguía a lo suyo y entonces comenzó a sacar juguetes de
una caja de cartón que iba extendiendo
por el suelo.
Hubo dos cosas interesantes además de la conversación sobre el bautismo: una que el sacerdote joven que estaba conmigo le dijo a los padres, que iba a pedir a Dios para que
dentro de 25 años Enrique fuera sacerdote. Los padres podrán verlo, si Dios se
empeña.
Y otra cosa fue que el padre le dijo a Enrique que luego recogerían juntos
los juguetes, el orden hay que enseñarlo y aprenderlo
desde niños.
Luego ya nos despedimos en general de todos, pero cuando
estábamos para coger el ascensor aparece él de nuevo y se acerca para darnos un beso. Se ve que así lo hacía con sus
padres y a nosotros nos asimiló a ellos y además estoy seguro que va a ser un niño que se le
ocurren cosas, un niño creativo.
Pero aquí no acaba todo, pues el día del bautizo se puso en
primera fila al lado del hermano
que iba
a ser bautizado; se hizo el bautismo,
hubo las fotos de rigor y salieron al atrio de la iglesia. Yo me quedé
para cerrar y apagar, y cual no es mi sorpresa que cuando estaba en el pórtico
se asoma, me mira y me sonríe. Gracias Enrique.
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