Bajaba para mi casa por la rúa de Basquiños y me encontré
una vecina con su correspondiente mascarilla, guardando la distancia y con
ganas de hablar.
Me paró y no solo me saludó sino que me preguntó que tal me
iba. Le contesté en pocas palabras que iba bien y que no tenía motivos para
quejarme. A la vez le pregunté a ella como lo había pasado en la cuarentena o
confinamiento.
Me dijo que vivió el confinamiento, sola, en su casa y que nunca tuvo miedo. Que fue fantástico.
Yo soy muy creyente y los que somos así, no tenemos miedo de nada. Me decía que
sus hijos la iban a ver y a tratar de darle ánimos, pero eran ellos los que
salían de su casa animados, al verla tan tranquila y contenta.
Me recordó a la beata Guadalupe Ortiz, una química, recientemente beatificada, que siempre estaba contenta porque consideraba
y creía profundamente que todo lo que le acaecía era para su bien. Con esta
manera de pensar, ya no hay penas que nos opriman.
Mi interlocutora estaba especialmente eufórica porque su hijo
la iba a llevar a un puerto de mar, un lugar tranquilo, en donde podría respirar
a sus anchas y ya estaba saboreándolo.
Me despedí, le deseé un buen día y me convencí que los
cristianos, si vivimos la fe, no nos preocupa la muerte ni el sufrimiento.
Sabemos
que después viene, si somos fieles, la felicidad completa que Dios nos tiene preparada,
y Dios no falla.
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