Hace tiempo oí un bonito y conmovedor testimonio de un joven. Lo hizo en público, ante bastante gente y por eso lo pongo aquí.
Contó que a los trece o catorce años, en la adolescencia, deja de ir a la iglesia y deja de rezar, luego se juntó con amigos algo mayores que él y empieza a probar la droga que poco a poco le va cogiendo y dominando. Los estudios decaen y el ambiente de casa se va deteriorando.
Luego algún amigo se va del grupo, otros mueren y se queda sólo. La tristeza y la soledad le llegan a muy dentro, siente desesperación. En esa situación ya límite, está solo en la habitación de su casa y aunque decía que era ateo, se dirige a Dios y como dando un grito le dice: Dios, si existes, ayúdame.
En aquel instante le empieza a invadir una paz interior que desconocía y es el comienzo de su cambio.
Dejó la droga sin tratamientos, y a mí eso me parece que fue un verdadero milagro, recupera a sus padres y comienza a rezar. Va dando pasos hasta una plena reconciliación con Dios y consigo mismo.
Ahora es un padre de familia, que trabaja y educa a sus hijos y a veces ayuda a otros, que se desvían del buen camino, mostrándole su experiencia.
Hay otras situaciones que exigen una oración parecida, por ejemplo el que duda. Este tendría que hacer como aquel padre del Evangelio, Señor dudo, pero aumenta mi fe.
También puede darse el caso de tibieza, y su oración debería ser un grito: no quiero tibieza.
O nos podría pasar como aquel profeta que se ve abrumado de tribulaciones pero que se pone en manos de Dios y hace esta oración: Haré lo que tú digas, hablaré lo que tú quieras que hable, iré a donde quieras que vaya, entregaré lo que quieras que entregue.
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