En una ocasión fui a ver una ermita de un pequeño santuario
mariano y, después de saludar a la Virgen, fui mirando todo y me fijé en el confesonario. Era un confesonario
del siglo XVIII y tenía en el tímpano
una inscripción en latín pidiendo a la Virgen por el pueblo penitente.
Miré dentro y las arañas campaban por sus respetos.
Además había allí unas maderas viejas como guardadas sabe Dios desde cuanto
tiempo. Parecía el alma de un pecador. No había limpieza ni orden.
Quizá la situación pueda tener varias explicaciones pero me pareció
que un confesonario así , es señal
evidente de una pastoral fracasada.
Si hay misas y cantos y catequesis y reuniones varias, pero
eso no termina en conversión y por tanto en confesión, es un fracaso. Pero no
sólo en las parroquias, extiendo este criterio a las asociaciones de fieles y
a las personas singulares. Repito que es un fracaso de la vida cristiana. No se
llegó al encuentro con Dios y al cambio interior: se sigue en pecado o en
tibieza.
Leyendo la vida de los conversos, hay generalmente un momento de luz, un encuentro con la verdad
de Dios. Se ve claro la vaciedad de una vida, sorda a Dios, sin Dios. Ese es un
gran momento, pero todos los conversos se preguntan: y ahora ¿qué tengo que
hacer?, y en seguida la respuesta, bautizarte, confesarte, casarte… ahí es
donde realmente cambia nuestro interior, se restaura y renueva la vida.
Cuando alguien se confiesa arrepentido y se acoge a la misericordia de Dios que es un mar
de misericordia, no sólo se convierte y sana su corazón, sino que se reconcilia
con el entorno y consigo mismo. Además ayuda a ese confesor a sentirse más sacerdote
y a alegrarse de serlo.
Un obispo de Colonia en un jubileo sacerdotal en Roma decía
a miles de presbíteros allí reunidos, que cuando iba de visita pastoral a las parroquias y le
preguntaban los laicos como podían ayudar al sacerdote, siempre les decía: si
quieres ayudarle, confiésate con él.
Te añado aquí un reciente comentario del obispo Rey Pla,
sobre la confesión en la actualidad:
Si en
algo han insistido los últimos sucesores de Pedro ha sido en la necesidad de
recuperar el Sacramento de la penitencia y la práctica de confesar los
pecados.
¿Cuál
es el problema de este sacramento? ¿Por qué las personas han dejado de ir a
confesar? ¿Por qué los mismos sacerdotes han mostrado menos disponibilidad
para la confesión? La razón hay que buscarla en la crisis de fe, en la
decadencia del espíritu y la pérdida de la conciencia de pecado que ha
provocado la secularización y sus consecuencias.
Encender
la lámpara de la fe es la única posibilidad de empezar a descubrir las heridas
del pecado, reconocer las enfermedades del espíritu. La peor enfermedad del
espíritu es el pecado que, aunque no seamos conscientes de él, nos destruye
igualmente y puede provocar la muerte espiritual.
Lo que
ha ocurrido con la secularización y sus consecuencias es muy curioso. No es
que seamos más pecadores o menos que las anteriores generaciones. No. Somos
igualmente pecadores. El problema es que hemos caído en la peor de las
enfermedades que es no reconocer los síntomas de la enfermedad.
Lo que
ocurre en nuestra generación es peor. No
sólo –por falta de luz, por falta de fe– hemos dejado de ver las sombras de
nuestra vida o reconocer las heridas del pecado, sino que hemos sufrido la peor
de las mutaciones. Hemos aprendido a llamar bien al mal y mal al bien. Esta
es la crisis espiritual más seria: llamar a la enfermedad salud y dejar que
la enfermedad nos lleve a la muerte del espíritu.
Salir
de esta enfermedad
epocal, de esta crisis profunda del espíritu, requiere una operación
traumática. Se trata nada menos que de un trasplante de corazón y mente. En
griego esta operación se llama metanoia,
en español la traducimos por conversión.
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