Es preciso distinguir entre caídos de la guerra civil y mártires de la persecución religiosa por odio a la fe (“in odium fidei”). Los caídos de uno u otro bando en guerra, fueron muertos en acciones bélicas en legítima defensa de sus ideas mediante las armas. Defendieron el orden político que creían justo y sucumbieron en las acciones de guerra o en retaguardia asesinados por sus enemigos en razón de los principios políticos que defendían.
Los mártires, en cambio, para ser reconocidos como tales por la Iglesia tienen que haber padecido la muerte por amor a Cristo y al Evangelio, por el hecho de ser sacerdotes, religiosos o religiosas, cristianos seglares que sin militar en las acciones bélicas practicaban la fe que profesaban, acudiendo a Misa, rezando el Rosario, adorando el Santísimo Sacramento como los adoradores nocturnos; por haber militado en la Acción Católica como cristianos entregados al apostolado de la Iglesia.
Los siervos de Dios
que van a ser beatificados en razón del martirio sufrido, igual que los
ya beatificados con anterioridad en Roma y Tarragona, y otros en menor
número también en diócesis distintas de España. No son preferidos por la
Iglesia por ser de uno de los bandos enfrentados en la guerra, sino por
haber muerto por amor a Cristo y por su causa. Los mártires no han
tomado parte en la confrontación violenta de los bandos enfrentados,
sino que han sido víctimas de la violencia ejercida contra ellos a causa
de su fe. Quienes dieron muerte a los mártires pudieron hacerlo porque
los incluían en un bando, pero les dieron muerte porque eran aquellos
que querían excluir de tener parte en la sociedad en razón de la fe que
profesaban y que los perseguidores pretendían erradicar.
La
Iglesia encomienda a todos los que murieron víctimas de la violencia,
porque encomienda a todos los difuntos a la misericordia de Dios, pero
no beatifica ni reconoce como mártires de la fe a los caídos en guerra,
sino a los que murieron por Cristo en razón de la fe que profesaban.
Los
mártires fueron perseguidos y muertos “en odio a la fe” desde
los comienzos de la Iglesia, víctimas en ocasiones de crudelísimas
torturas y amputaciones de miembros, actos acompañados de blasfemias,
incitación al abandono de la fe, a la comisión de actos sacrílegos e
impuros, arrastrados a la muerte con mofa de sus creencias religiosas de
las que sus perseguidores pretendían que los mártires renegaran,
incluso con el señuelo de salvarles la vida.
(de una carta del Obispo de Almería)
Sierva de Dios doña Emilia Fernández Rodríguez
(Tíjola, 13 de abril de 1914 – Almería, 25 de enero de 1939)
Sus padres,
gitanos ambos, la bautizaron nada más nacer en la Iglesia Parroquial de santa
María de su pueblo. Educada en las costumbres de su raza, le enseñaron el
oficio de confeccionar canastos de esparto para ganarse honradamente el
sustento.
Aunque
enamorada de Juan Cortés Cortés, también gitano, no podía contraer matrimonio
por la Persecución Religiosa. Finalmente, se unieron a principios de 1938 y
ella quedó encinta.
Para librar a su marido de participar en el frente, untó
sus ojos con sulfato y declararon su inutilidad. No tardó en ser detenida y, a
pesar de su gravidez, ingresó en la prisión de Mujeres de Gachás Colorás en
Almería el veintiuno de junio de 1938. Fue juzgada y condenada a seis años de
prisión el ocho de julio.
Su compañera de
prisión, doña María de los Ángeles Roda, contaba: « Recuerdo la figura de
Emilia, aquella gitana de ojos negros y muy grandes, alta, con el pelo tirante
y un moño en la nuca, que nos llamaba poderosamente la atención por su estado
de gestación, ya que allí estaban todas muy delgadas por la falta de comida.
Amable, hablaba bajito, era además muy respetuosa y religiosa. »
Admirada por la
ayuda que le prestaban algunas presas católicas, les pidió que la instruyeran
en el rezo del Rosario. La cruel directora de la prisión, al advertir su
devoción, prometió favorecerla sí denunciaba a sus catequistas. Al negarse la
sierva de Dios, fue aislada en una celda y sometida a malos tratos durante su
embarazo.
El trece de
enero de 1939 dio a luz a una niña y, tras el parto, le negaron cualquier
asistencia médica. Como escribe el presbítero Gallego Fábrega: « En la mañana
del día veinticinco acabó el martirio de la guapa gitanilla de veintitrés años,
que murió abandonada y sola, pero sin denunciar a su catequista, a pesar de
todas las presiones a que estuvo sometida. » Aunque sus compañeras bautizaron
ellas mismas a su hija, las autoridades se la llevaron y nunca más se supo de
ésta.
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