Sí, llegué a casa pensativo por lo que había sucedido, y, con estas reflexiones que ahora hago , quiero curar esa herida y tratar de ver un poco más allá de los hechos.
Estuve buena parte de la mañana en el despacho parroquial,
con la puerta abierta, como casi siempre. Al salir encontré una bolsa con
cosas. Primero creí que sería ropa, pues eso es lo frecuente. Luego me fijé más
y eran cuadros e imágenes de santos y hasta
había un bonito crucifijo.
Algunas estampas ya estaban un poco
descoloridas, otras eran recientes, como
un cuadro con Benedicto XVI, con un buen marco.
Ya en otra ocasión vi en un contenedor una Biblia, grande,
hermosa, bien encuadernada y en perfecto estado. La cogí y luego la regalé. Pero
me dio pena ver así tratada la palabra de Dios.
Lo primero que pensé fue esto: ¿de dónde os echaron? ¿Por
qué? ¿Tal vez alguien que se enfadó con
Dios?... Se ve que esa casa fue una casa cristiana, pero quizá ahora las cosas
cambiaron. También pensé que ese paquete pudo
haber sido echado a un contenedor y santas pascuas. No, no lo tiraron. Lo
trajeron a la iglesia, quizá para que
tuvieran un buen final.
Ya, llegando a casa, me vino otro pensamiento. Para esa
persona, esas imágenes eran cadáveres. Ni las miraban, ni les daban un beso, ni
flores, ni les encomendaba nada. O sea, cadáveres. Y los cadáveres se echan
fueran y se entierran. Quizá este entierro, era un entierro digno.
Conocí la historia de un crucifijo en la casa de un amigo. Era
un crucifijo de madera, antiguo y de colgar. Una de las piernas de Cristo había
perdido el color. Le pregunté a mi amigo como no lo restauraba y entonces me
contó que su madre lo besaba todos los días y de sus besos venía la pérdida de
la pintura, pero le gustaba verlo así. Era
como una reliquia y un recuerdo del amor a Dios que tenía su madre.
Algo parecido me pasó, hace bien poco, a mí con una foto de mi madre. Foto antigua de
los años 30 que ya la polilla había
hecho en ella sus estragos. La miraba de vez en cuando y le pedía ayuda, así,
en general.
Luego me decidí
llevarla al fotógrafo que me hizo una nueva, bien bonita y me devolvió la antigua y
estropeada. ¿Qué hice con la antigua? La miré con cariño, la rompí en varios
trozos, les di un beso y a la papelera.
Creo que algo parecido
se podía hacer con las estampas de los santos cuando ya no reúnen condiciones:
darles un beso y quemarlas o romperlas del todo.
A veces en mi casa me visitaba un sacerdote amigo que venía a pasar un rato pues era muy
conversador. Cuando salía miraba una a una las imágenes y, descaradamente, les
enviaba un beso con la punta de los dedos. Lo hacía siempre. Esas imágenes no
eran cadáveres.
Llegué a esta
conclusión: los santos son algo más que un recuerdo. Viven y nos ven
constantemente y nos ayudan. Cuidarlos y quererlos en sus imágenes. Si no lo hacemos se convertirán
en cadáveres que tarde o temprano irán al cementerio.
Los antiguos lo hacían muy bien en las iglesias. Los libros
o los santos que ya no se usaban los echaban a la bóveda de la iglesia por si
algún día tenía interés el volver a
verlos y así pasaba tantas veces que luego venía otra generación que les daba mérito y se
les limpiaba o restauraba y quedaban maravillosos, o servían para exposiciones
o museos.
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