La presencia de contenedores, en las ciudades sobre
todo, es muy familiar. Los vemos por
todas partes. No hay calle que no tenga varios contendedores y a veces especializados:
ropa, vidrio, cartones etc.
Llevar una bolsa al contenedor es algo habitual. Lo hemos
hecho todos o casi todos.
Se ve con frecuencia a una persona con su bolsa, un
poco separada de si, que se acerca al contenedor,
lo abre y allí deposita la bolsa. Bueno,
eso de depositar es una manera suave de decirlo, pues lo normal es que se tiran
o se echan con cierto alivio por parte del que lo lleva.
El contenedor no protesta, coge todo, hasta parece que se
alegra de cooperar a mantener la ciudad limpia. Espera a que pase el camión de la basura que se lo lleva todo y
luego vuelta a empezar.
Hay que agradecer
este servicio.
No sé cómo sería hace años, pero gracias al invento de los
contendores las ciudades están limpias y relucientes y agradables a los ciudadanos. Comentando esto con un
amigo me decía, un poco exageradamente, que estaban limpias las calles del
casco histórico. Si allí tiras una colilla, decía, aparecen al momento tres
barrenderos a recogerla, pero en los barrios hay más abandono.
Los contenedores me hacen pensar en la confesión y en el
confesor.
Cogemos nuestra bolsa
de pecados que nos pesa, la echamos al
confesor que nos acoge con paciencia y con amor, y quedamos nuevos y descansados. Debiera ser
algo habitual como con toda basura. No hay que esperar a
tener mucho, no está bien acumular basura, hay que desprenderse cuanto antes de
ella y quedar limpios.
La limpieza hace la
vida agradable y es muy beneficiosa. La suciedad, en cambio, no hace feliz a nadie.
Lo decía casi con estas mismas palabras la vidente de Fátima, sor Lucia. El pecado
no hace feliz a nadie.
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