¿QUÉ QUIERE DIOS DE MÍ?
INTRODUCCIÓN
La vida es una vocación en sí misma. L.J. Trese tiene un ejemplo atractivo que ayuda a entender la amorosa razón divina de nuestra existencia. Imaginemos al director de una colosal superprodución cinematográfica ocupado en la tarea de elegir un actor. Frente a su enorme mesa de trabajo yacen miles de docenas de fotos que sus agentes le presentan. El suelo está empapelado de fotos desechadas. Al cabo de un rato, escoge una de ellas, la contempla detenidamente y habla a su secretaria: “llámelo y cítelo aquí mañana”.
Aunque imperfecta, la analogía vale. Allá en lo profundo de la eternidad –hablando a lo humano- Dios proyectó el Universo entero y escogió a todos los protagonistas del gran arg6umento de todos los tiempos. Ante su divina mente fueron desfilando las ilimitadas almas en número que Él podía crear, se detuvo y dijo: esta es un alma que me mueve a amarla¼la necesito para que desarrolle un papel único, personal, y, luego, si ella quiere la adopto como hija para que goce de mi presencia durante toda la eternidad¼Sí, la voy a crear.
La oración
Es necesaria para conocer los planes de Dios sobre nosotros. Hay multitud de libros sobre la oración y grandes maestros que enseñaron a orar, baste citar a San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. A ellos me remito.
Un santo de los tiempos modernos que enseñó a orar es San Josemaría. De él, son estas palabras:
“Yo te aconsejo que, en tu oración intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte algo; surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones.”
(Amigos de Dios, n.253)
Lectura de la Palabra de Dios
Hay que ir a la Palabra de Dios, especialmente al Nuevo Testamento, con preguntas. Si hay preguntas encontraremos respuestas. Se debe leer apasionadamente. Conviene invocar al Espíritu Santo que es el Autor y que nos descubrirá nuevos horizontes, aspectos nuevos. Se deben releer los pasajes igual que los padres leen las cartas de los hijos varias veces para descubrir nuevos matices que a primera vista no se ven.
Petición de luces al Espíritu Santo
El Espíritu Santo nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles. De nuestra parte queda recibir esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad. Recibir estas gracias con docilidad es procurar llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo nos sugiere en la intimidad de nuestro corazón: cumplir cabalmente nuestros deberes¼alcanzar un meta en determinada virtud¼
La fidelidad a los impulsos del Espíritu Santo se manifiesta también en evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue costando¼la gracia actúa como la naturaleza, va por grados.
La dirección espiritual o el acompañamiento espiritual
Los autores contemporáneos recogen esta doctrina tradicional de la Iglesia, mostrando la necesidad de la d. e. tanto para los que están en los comienzos de la vida espiritual (y carecen por tanto, de experiencia, de firmeza y en general de visión verdaderamente sobrenatural), como para los que están muy adelantados, y están constantemente expuestos al peligro de la presunción, o al peligro opuesto, la falta de esperanza.
Escrivá de Balaguer, dirigiéndose en Camino (1934) a personas que viven en el mundo, empieza el capítulo dedicado a la d. e. (no 56-80) hablando del Espíritu Santo, al que hay que escuchar y seguir para ser santos (no 57 y 58); luego, indica la d. e. como medio seguro para poder ser sensibles y dóciles a las inspiraciones divinas y especifica también las cualidades del director: «Director. -Lo necesitas. -Para entregarte, para darte.... obedeciendo. -Y Director que conozca tu apostolado, que sepa lo que Dios quiere: así secundará, con eficacia, la labor del Espíritu Santo en tu alma, sin sacarte de tu sitio.... llenándote de paz, y enseñándote el modo de que tu trabajo sea fecundo» (no 62).
A continuación le aclara la necesidad de la d.e. para personas humanamente maduras y formadas (no 63), y se muestra la eficacia ascética de la sinceridad (no 64 y 65).
Al ordenar y sistematizar los criterios de los maestros de vida espiritual, los autores de tratados de teología ascética y mística reconocen hoy claramente que la d.e. debe interesar a todos los fieles: porque todos están llamados a buscar la perfección cristiana, sirviéndose de los medios convenientes, y también porque todos pueden estar llamados a ayudar al prójimo con oportunos consejos espirituales.
«La historia de la espiritualidad cristiana -escribe G. Thils- muestra que esta función de director espiritual no es atributo exclusivo de los sacerdotes. Corresponde también a todos los que toman parte de alguna manera en la educación cristiana de los bautizados”.
La d. e. no es una atadura de las conciencias, ni obliga a las almas a permanecer en perpetuo infantilismo espiritual: Al contrario, la d.e. ayuda a formarse un criterio y una personalidad propia correspondiente a los planes de la gracia, es decir, conforme a la vocación sobrenatural de cada uno. Una imagen clásica es la del faro: su luz, indica el puerto, pero los navegantes deben hacer fuerza con los remos y aprovechar las vientos.
UNAS PREGUNTAS AL PAPA
P: ¿qué es lo que nos pregunta o desea de nosotros?
P: ¿qué es lo que nos pregunta o desea de nosotros?
R: Quisiera preguntaros a cada uno de vosotros: ¿qué vas a hacer de tu vida? ¿Cuáles son tus proyectos? ¿has pensado alguna vez en entregar tu existencia totalmente a Cristo? ¿crees que pueda haber algo más grande que llevar a Jesús a los hombres y los hombres a Jesús?
P:6 ¿qué está en el origen de todo camino vocacional?
R: En el origen de todo camino vocacional está el Dios-con-nosotros. Él nos revela que no estamos solos al construir nuestra vida, porque Dios camina con nosotros en medio de nues5tras vicisitudes, y, si lo queremos, teje con cada uno una maravillosa historia de amor, única e irrepetible y, al mismo tiempo, en armonía con la humanidad y el cosmos entero. Descubrir la presencia de Dios en la propia historia, no sentirse huérfanos, sino saber que tenemos un Padre en quien podemos confiar plenamente, es el gran cambio que transforma el horizonte simplemente humano (¼) hacia la entrega sincera de uno mismo.
P: ¿y los que no tenemos madera de santo?
La santidad cristiana no consiste en ser impecable, sino en la lucha por no ceder y volver a levantarse siempre, después de cada caída. Y no deriva tanto de la fuerza de voluntad del hombre, sino más bien del esfuerzo por no obstaculizar nunca la acción de la gracia en la propia alma, y ser, más bien, sus humildes colaboradores. Cada cristiano es una obra extraordinaria de Dios y está llamado a las más altas cimas de la santidad. A veces estos no parecen apreciar totalmente la divinidad de su vocación¼
La santidad cristiana no consiste en ser impecable, sino en la lucha por no ceder y volver a levantarse siempre, después de cada caída. Y no deriva tanto de la fuerza de voluntad del hombre, sino más bien del esfuerzo por no obstaculizar nunca la acción de la gracia en la propia alma, y ser, más bien, sus humildes colaboradores. Cada cristiano es una obra extraordinaria de Dios y está llamado a las más altas cimas de la santidad. A veces estos no parecen apreciar totalmente la divinidad de su vocación¼
R: Recuerdo como desde niño, en mi familia, aprendí a rezar y a fiarme de Dios. Recuerdo el ambiente de mis parroquias en las que recibí la formación fundamental para mi vida cristiana. La maduración definitiva de mi vocación sacerdotal surgió en el período de la Segunda Guerra Mundial, durante la ocupación de Polonia. La tragedia de la guerra dio al proceso de mi opción de vida un matiz particular. En ese contexto se me manifestó una luz cada vez más clara: el señor quiere que yo sea sacerdote.
CARTA A LOS SACERDOTES 1996 (JUAN PABLO II)
Para profundizar en la vocación. Sacerdocio común y sacerdocio ministerial
Para profundizar en la vocación. Sacerdocio común y sacerdocio ministerial
El Concilio Vaticano II presenta el concepto de "vocación" en toda su amplitud. En efecto, habla de vocación del hombre, de vocación cristiana, de vocación a la vida conyugal y familiar. En este contexto el sacerdocio es una de estas vocaciones, una de las formas posibles de realizar el seguimiento de Cristo, el cual en el Evangelio dirige varias veces la invitación: "Sígueme".
En la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el Concilio enseña que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo; pero al mismo tiempo, distingue claramente entre el sacerdocio del Pueblo de Dios, común a todos los fieles, y el sacerdocio jerárquico, es decir, ministerial. A este respecto, merece ser citado enteramente un fragmento ilustrativo del citado documento conciliar: "Cristo el Señor, pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5, 1-5), ha hecho del nuevo pueblo 'un reino de sacerdotes para Dios, su Padre' (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 P 2, 4-10). Por tanto, todos los discípulos de Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios (cf. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 P 3, 15). El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras".
El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles. En efecto, el sacerdote, cuando celebra la Eucaristía y administra los sacramentos, hace conscientes a los fieles de su peculiar participación en el sacerdocio de Cristo.
La llamada personal al sacerdocio
Está claro, pues, que en el ámbito más amplio de la vocación cristiana, la sacerdotal es una llamada específica. Esto coincide generalmente con nuestra experiencia personal de sacerdotes: hemos recibido el bautismo y la confirmación; hemos participado en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas y, sobre todo, en la Eucaristía. Nuestra vocación al sacerdocio ha surgido en el contexto de la vida cristiana.
Toda vocación al sacerdocio tiene, sin embargo, una historia personal, relacionada con momentos muy concretos de la vida de cada uno. Al llamar a los Apóstoles, Cristo decía a cada uno. "Sígueme" (Mt 4, 19; 9, 9; Mc 1, 17; 2,14; Lc 5, 27; Jn 1, 43; 21, 19). Desde hace dos mil años El continúa dirigiendo la misma invitación a muchos hombres, particularmente a los jóvenes. A veces llama también de manera insólita, aunque nunca se trata de una llamada totalmente inesperada. La invitación de Cristo a seguirlo viene normalmente preparada a lo largo de años. Presente ya en la conciencia del chico, aunque ofuscada luego por la indecisión y el atractivo a seguir otros caminos, cuando la invitación vuelve a hacerse sentir no constituye una sorpresa. Entonces uno no se extraña que esta vocación haya prevalecido precisamente sobre las demás, y el joven puede emprender el camino indicado por Cristo: deja la familia e inicia la preparación específica al sacerdocio.
Existe una tipología de la llamada a la que quiero referirme ahora. Encontramos un esbozo en el Nuevo Testamento. Con su "Sígueme", Cristo se dirige a varias personas: hay pescadores como Pedro o los hijos del Zebedeo (cf. Mt 4, 19.22), pero también está Leví, un publicano, llamado después Mateo. La profesión de cobrador de impuestos era considerada en Israel como pecaminosa y despreciable. No obstante Cristo llama para formar parte del grupo de los Apóstoles precisamente a un publicano (cf. Mt 9, 9). Mucha sorpresa causa ciertamente la llamada de Saulo de Tarso (cf.Hch 9, 1-19), conocido y temido perseguidor de los cristianos, que odiaba el nombre de Jesús. Precisamente este fariseo es llamado en el camino de Damasco: el Señor quiere hacer de él "un instrumento de elección", destinado a sufrir mucho por su nombre (cf. Hch 9, 15-16).
Cada uno de nosotros, sacerdotes, se reconoce a sí mismo en la original tipología evangélica de la vocación; al mismo tiempo, cada uno sabe que la historia de su vocación, camino por el cual Cristo lo guía durante su vida, es en cierto modo irrepetible.
Queridos hermanos en el sacerdocio: debemos estar a menudo en oración, meditando el misterio de nuestra vocación, con el corazón lleno de admiración y gratitud hacia Dios por este don tan inefable.
La vocación sacerdotal de los Apóstoles
La imagen de la vocación transmitida por los Evangelios está vinculada particularmente a la figura del pescador. Jesús llamó consigo a algunos pescadores de Galilea, entre ellos Simón Pedro, e ilustró la misión apostólica haciendo referencia a su profesión. Después de la pesca milagrosa, cuando Pedro se echó a sus pies exclamando: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador", Cristo respondió: "No temas. Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 8.10).
Pedro y los demás Apóstoles vivían con Jesús y recorrían con él los caminos de su misión. Escuchaban las palabras que pronunciaba, admiraban sus obras, se asombraban de los milagros que hacía. Sabían que Jesús era el Mesías, enviado por Dios para indicar a Israel y a toda la humanidad el camino de la salvación. Pero su fe había de pasar a través del misterioso acontecimiento salvífico que El había anunciado varias veces: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará" (Mt17, 22-23). Todo esto sucedió con su muerte y su resurrección, en los días que la liturgia llama el Triduo sacro.
Precisamente durante este acontecimiento pascual Cristo mostró a los Apóstoles que su vocación era la de ser sacerdotes como El y en El. Esto sucedió cuando en el Cenáculo, la víspera de su muerte en cruz, El tomó el pan y luego el cáliz del vino, pronunciando sobre ellos las palabras de la consagración. El pan y el vino se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, ofrecidos en sacrifico para toda la humanidad. Jesús terminó este gesto ordenando a los Apóstoles: "Haced esto en conmemoración mía" (cf. 1 Co 11, 24). Con estas palabras les confió su propio sacrificio y lo transmitió, por medio de sus manos, a la Iglesia de todos los tiempos. Confiando a los Apóstoles el Memorial de su sacrificio, Cristo les hizo también partícipes de su sacerdocio. En efecto, hay un estrecho e indisoluble vínculo entre la ofrenda y el sacerdote: quien ofrece el sacrificio de Cristo debe tener parte en el sacerdocio de Cristo. La vocación al sacerdocio es, pues, vocación a ofrecer in persona Christi su sacrificio, gracias a la participación de su sacerdocio. Por esto, hemos heredado de los Apóstoles el ministerio sacerdotal.
El sacerdote se realiza a sí mismo mediante una respuesta siempre renovada y vigilante
"El Maestro está ahí y te llama" (Jn 11, 28). Estas palabras se pueden leer con referencia a la vocación sacerdotal. La llamada de Dios está en el origen del camino que el hombre debe recorrer en la vida: ésta es la dimensión primera y fundamental de la vocación, pero no la única. En efecto, con la ordenación sacerdotal inicia un camino que dura hasta la muerte y que es todo un itinerario "vocacional". El Señor llama a los presbíteros para varios cometidos y servicios derivados de esta vocación. Pero hay un nivel aún más profundo. Además de las tareas que son la expresión del ministerio sacerdotal, queda siempre, en el fondo de todo, la realidad misma del "ser sacerdote". Las situaciones y circunstancias de la vida invitan incesantemente al sacerdote a ratificar su opción originaria, a responder siempre y de nuevo a la llamada de Dios. Nuestra vida sacerdotal, como toda vida cristiana auténtica, es una sucesión de respuestas a Dios que nos llama.
A este respecto, es emblemática la parábola de los criados que esperan el regreso de su amo. Como éste tarda, ellos deben vigilar para que, cuando llegue, los encuentre despiertos (cf. Lc 12, 35-40). ¿No podría ser esta vigilancia evangélica otra definición de la respuesta a la vocación? En efecto, ésta se realiza gracias a un vigilante sentido de responsabilidad. Cristo subraya: "Dichosos los siervos que, el señor al venir, encuentre despiertos... Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos ellos!" (Lc 12, 37-38).
Los presbíteros de la Iglesia latina asumen el compromiso de vivir en el celibato. Si la vocación es vigilancia, un aspecto significativo de la misma es ciertamente la fidelidad a este compromiso durante toda la vida. Sin embargo, el celibato es sólo una de las dimensiones de la vocación, la cual se realiza a lo largo de vida en el contexto de un compromiso global ante los múltiples cometidos que derivan del sacerdocio.
La vocación no es una realidad estática: tiene su propia dinámica. Queridos hermanos en el sacerdocio: nosotros confirmamos y realizamos cada vez más nuestra vocación en la medida en que vivimos fielmente el "mysterium" de la alianza de Dios con el hombre y, particularmente, el "mysterium" de la Eucaristía; la realizamos en la medida en que con mayor intensidad amamos el sacerdocio y el ministerio sacerdotal, que estamos llamados a desempeñar. Entonces descubrimos que, en el ser sacerdotes, "nos realizamos" nosotros mismos, ratificando la autenticidad de nuestra vocación, según el singular y eterno designio de Dios sobre cada uno de nosotros. Este proyecto divino se realiza en la medida en que es descubierto y acogido por nosotros, como nuestro proyecto y programa de vida.
El sacerdocio como "officium laudis"
Gloria Dei vivens homo. Las palabras de san Ireneo relacionan profundamente la gloria de Dios con la autorrealización del hombre. "Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam" (Sal 113, B, 1): repitiendo a menudo estas palabras del salmista, nos damos cuenta de que el "realizarse a sí mismos" en la vida tiene una relación y un fin transcendentes, contenidos en el concepto de "gloria de Dios": nuestra vida está llamada a ser officium laudis.
La vocación sacerdotal es una llamada especial al "officium laudis". Cuando el sacerdote celebra la Eucaristía, cuando en el sacramento de la Penitencia concede el perdón de Dios o cuando administra los otros sacramentos, siempre da gloria a Dios. Conviene, pues, que el sacerdote ame la gloria del Dios vivo y que, junto con la comunidad de los creyentes, proclame la gloria divina, que resplandece en la creación y en la redención. El sacerdote está llamado a unirse de manera particular a Cristo, Verbo eterno y verdadero Hombre, Redentor del mundo. En efecto, en la redención se manifiesta la plenitud de la gloria que la humanidad y la creación entera dan al Padre en Jesucristo.
Officium laudis no son solamente las palabras del salterio, los himnos litúrgicos y los cantos del Pueblo de Dios que resuenan en tantas lenguas diversas ante la mirada del Creador; officium laudis es sobre todo el incesante descubrimiento de la verdad, del bien y de la belleza, que el mundo recibe como don del Creador y, a la vez, es el descubrimiento del sentido de la vida humana. El misterio de la redención ha realizado y revelado plenamente este sentido, acercando la vida del hombre a la vida de Dios. La redención, llevada a cabo de modo definitivo en el misterio pascual mediante la pasión, muerte y resurrección de Cristo, no sólo pone en evidencia la santidad trascendente de Dios, sino que también, como enseña el Concilio Vaticano II, manifiesta "el hombre al propio hombre".3
La gloria de Dios está inscrita en el orden de la creación y de la redención; el sacerdote está llamado a vivir totalmente este misterio para participar en el gran officium laudis, que se lleva a cabo incesantemente en el universo. Sólo viviendo en profundidad la verdad de la redención del mundo y del hombre, éste puede acercarse a los sufrimientos y los problemas de las personas y de las familias, y afrontar sin temor la realidad, incluso del mal y del pecado, con las energías espirituales necesarias para superarla.
El sacerdote acompaña a los fieles hacia la plenitud de la vida en Dios
El sacerdote acompaña a los fieles hacia la plenitud de la vida en DiosEl sacerdote acompaña a los fieles hacia la plenitud de la vida en DiosEl sacerdote acompaña a los fieles hacia la plenitud de la vida en Dios.
Gloria Dei vivens homo. El sacerdote, cuya vocación es dar gloria a Dios, está al mismo tiempo influenciado profundamente por la verdad contenida en la segunda parte de la ya citada expresión de san Ireneo: vivens homo. El amor por la gloria de Dios no aleja al sacerdote de la vida y de todo lo que la conforma; al contrario, su vocación lo lleva a descubrir su pleno significado.
¿Qué quiere decir vivens homo? Significa el hombre en la plenitud de su verdad, es decir, el hombre creado por Dios a su propia imagen y semejanza; el hombre al cual Dios ha confiado la tierra para que la domine; el hombre revestido de una múltiple riqueza de naturaleza y de gracia; el hombre liberado de la esclavitud del pecado y elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios.
Este es el hombre y la humanidad que el sacerdote tiene delante cuando celebra los divinos misterios: desde el recién nacido que los padres llevan a bautizar, hasta los niños y chicos que encuentra en la catequesis o en la enseñanza de la religión, como también los jóvenes que, durante el período más delicado de su vida, buscan su camino, la propia vocación, y se preparan a formar nuevas familias o bien a consagrarse por el Reino de Dios entrando en el Seminario o en un Instituto de vida consagrada. Es necesario que el sacerdote esté muy cerca de los jóvenes. En esta época de la vida a menudo ellos se dirigen al sacerdote para buscar el apoyo de un consejo, la ayuda de la oración, un prudente acompañamiento vocacional. De este modo el sacerdote puede constatar cómo su vocación está abierta y entregada a las personas. Al acercarse a los jóvenes encuentra a los futuros padres y madres de familia, a los futuros profesionales o, en todo caso, a personas que podrán contribuir con la propia capacidad a construir la sociedad del mañana. Cada una de estas múltiples vocaciones pasa a través de su corazón sacerdotal y se manifiesta como un camino particular a lo largo del cual Dios guía a las personas y las lleva a encontrarse con El.
El sacerdote participa así de tantas opciones de vida, de sufrimientos y alegrías, de desilusiones y esperanzas. En cada situación, su cometido es mostrar Dios al hombre como el fin último de su destino personal. El sacerdote es aquél a quien las personas confían las cosas más queridas y sus secretos, a veces tan dolorosos. Llega a ser el esperado por los enfermos, por los ancianos y los moribundos, conscientes de que sólo él, partícipe del sacerdocio de Cristo, puede ayudarlos en el último momento que ha de llevarlos hasta Dios. El sacerdote, testigo de Cristo, es mensajero de la vocación suprema del hombre a la vida eterna en Dios. Y mientras acompaña a los hermanos, se prepara a sí mismo: el ejercicio del ministerio le permite profundizar en su vocación de dar gloria a Dios para tomar parte en la vida eterna. El se encamina así hacia el día en que Cristo le dirá: "¡Bien, siervo bueno y fiel!; ...entra en el gozo de tu señor" (Mt25, 21).
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