miércoles, 22 de octubre de 2014

Había un sacerdote...




Había un sacerdote mayor, 
en un pueblo del centro de España.

 Allí la gente era muy pobre, aunque tenían lo suficiente para ir tirando.

El sacerdote vivía con una familia y a duras penas les podía pagar la mensualidad, pues  aparte de ganar poco, era muy dadivoso y al final del mes había poca liquidez. Él se fiaba de la Providencia y ésta no le fallaba. Siempre terminaba pagando.

Su  cena era un baso de leche. Luego se iba a la iglesia parroquial que no estaba lejos. Allí estaba todo el rato en oración, pero cada día que pasaba estaba más tiempo y por tanto salía para casa más tarde. Llegó un momento que ya no volvía a casa a las 12 de la noche, según su costumbre, sino a la una o a la una y media de la madrugada.

Alguno se tropezó con él a esas horas un tanto intempestivas y le preguntó cómo salía tan tarde del templo. El sacerdote se puso a contarle que cada día el tiempo  de estar con el Señor se le iba sin darse cuenta.
Durante el día solía visitar enfermos y de ellos aprendía mucho y veía en ellos a Cristo mismo  que sufre. También recorría las calles de la parroquia un día una calle  y otro día otra.
 Se encontraba con los que iban poco a la Iglesia y les saludaba con alegría de verles y hablaba un rato con ellos, muchas veces de lo mucho que Dios nos ama.

Naturalmente no faltaba la catequesis en aquella parroquia y también era fácil confesarse pues se sentaba con frecuencia en el confesonario.

Así pasó tiempo y los feligreses pensaban con razón que en aquellas horas de soledad, mano a mano con el Señor, seguramente le estaría hablando de ellos, quizá  con nombres y apellidos, pues los conocía a todos.
Un día comprobaron que no había ido a la iglesia como era su costumbre y quedaron muy sorprendidos. Se decidieron ir  a su casa a ver qué pasaba. Cuando llegaron fueron  a su habitación,  vieron el vaso de leche encima de la mesa y,  a él, sentado en la silla y muerto.

Al día siguiente  fue el  entierro. Se llenó la iglesia de gente y también un buen grupo de jóvenes. Todos rezaban, pero, los jóvenes, lloraban. No había hecho muchas actividades con ellos, pero les ayudó con su afecto y  con su oración ante el sagrario y los efectos de esa oración se vieron.

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