jueves, 17 de septiembre de 2015

El confesonario tenía telarañas




En una ocasión fui a ver una ermita de un pequeño santuario mariano y, después de saludar a la Virgen, fui mirando todo y me  fijé en el confesonario. Era un confesonario del siglo XVIII  y tenía en el tímpano una inscripción en latín pidiendo a la Virgen por el pueblo penitente.

Miré dentro y las arañas campaban por sus respetos. Además  había allí unas maderas  viejas como guardadas sabe Dios desde cuanto tiempo. Parecía el alma de un pecador. No había limpieza ni orden.
Quizá la situación pueda tener varias explicaciones pero me pareció que un confesonario así , es señal  evidente de una pastoral fracasada.

Si hay misas y cantos y catequesis y reuniones varias, pero eso no termina en conversión y por tanto en confesión,  es un fracaso. Pero no sólo en las parroquias,  extiendo  este criterio a las asociaciones de fieles y a las personas singulares. Repito que es un fracaso de la vida cristiana. No se llegó al encuentro con Dios y al cambio interior: se sigue en pecado o en tibieza.

Leyendo la vida de los conversos,  hay generalmente  un momento de luz, un encuentro con la verdad de Dios. Se ve claro la vaciedad de una vida, sorda a Dios, sin Dios. Ese es un gran momento, pero todos los conversos se preguntan: y ahora ¿qué tengo que hacer?, y en seguida la respuesta, bautizarte, confesarte, casarte… ahí es donde realmente cambia nuestro interior, se restaura y renueva la vida.

Cuando alguien se confiesa arrepentido y se  acoge a la misericordia de Dios que es un mar de misericordia, no sólo se convierte y sana su corazón,  sino que se reconcilia con el entorno y consigo mismo. Además ayuda a ese confesor a sentirse más sacerdote y a alegrarse de serlo.

Un obispo de Colonia en un jubileo sacerdotal en Roma decía a miles de presbíteros allí reunidos,  que cuando iba de visita pastoral a las parroquias y le preguntaban los laicos como podían ayudar al sacerdote,  siempre les decía: si quieres ayudarle, confiésate con él.



Te añado aquí un reciente comentario del obispo Rey Pla, sobre la confesión en la actualidad:

Si en algo han insistido los últimos sucesores de Pedro ha sido en la necesidad de recuperar el Sacramento de la penitencia y la práctica de confesar los pecados.
¿Cuál es el problema de este sacramento? ¿Por qué las personas han dejado de ir a confesar? ¿Por qué los mismos sacerdotes han mostrado menos disponibilidad para la confesión? La razón hay que buscarla en la crisis de fe, en la decadencia del espíritu y la pérdida de la conciencia de pecado que ha provocado la secularización y sus consecuencias.
Encender la lámpara de la fe es la única posibilidad de empezar a descubrir las heridas del pecado, reconocer las enfermedades del espíritu. La peor enfermedad del espíritu es el pecado que, aunque no seamos conscientes de él,  nos destruye igualmente y puede provocar la muerte espiritual.
Lo que ha ocurrido con la secularización y sus consecuencias es muy curioso. No es que seamos más pecadores o menos que las anteriores generaciones. No. Somos igualmente pecadores. El problema es que hemos caído en la peor de las enfermedades que es no reconocer los síntomas de la enfermedad.
Lo que ocurre en nuestra generación es peor. No sólo –por falta de luz, por falta de fe– hemos dejado de ver las sombras de nuestra vida o reconocer las heridas del pecado, sino que hemos sufrido la peor de las mutaciones. Hemos aprendido a llamar bien al mal y mal al bien. Esta es la crisis espiritual más seria: llamar a la enfermedad salud y dejar que la enfermedad nos lleve a la muerte del espíritu.
Salir de esta enfermedad epocal, de esta crisis profunda del espíritu, requiere una operación traumática. Se trata nada menos que de un trasplante de corazón y mente. En griego esta operación se llama metanoia, en español la traducimos por conversión.




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