jueves, 11 de diciembre de 2014

Hoy vine triste para casa


Sí, llegué  a casa pensativo por lo que había sucedido, y, con estas reflexiones que ahora hago , quiero curar esa herida y tratar de ver un poco más  allá de los hechos.

Estuve buena parte de la mañana en el despacho parroquial, con la puerta abierta, como casi siempre. Al salir encontré una bolsa con cosas. Primero creí que sería ropa, pues eso es lo frecuente. Luego me fijé más y eran cuadros e imágenes de santos y hasta  había un bonito crucifijo.

 Algunas estampas ya estaban un poco descoloridas, otras eran recientes,  como un cuadro con Benedicto XVI, con un buen marco.

Ya en otra ocasión vi en un contenedor una Biblia, grande, hermosa, bien encuadernada y en perfecto estado. La cogí y luego la regalé. Pero me dio pena ver así tratada la palabra de Dios.

Lo primero que pensé fue esto: ¿de dónde os echaron? ¿Por qué? ¿Tal vez alguien que se enfadó  con Dios?... Se ve que esa casa fue una casa cristiana, pero quizá ahora las cosas cambiaron. También pensé que ese paquete pudo  haber sido echado a un contenedor y santas pascuas. No, no lo tiraron. Lo trajeron a la iglesia,  quizá para que tuvieran un buen final.

Ya, llegando a casa, me vino otro pensamiento. Para esa persona, esas imágenes eran cadáveres. Ni las miraban, ni les daban un beso, ni flores, ni les encomendaba nada. O sea, cadáveres. Y los cadáveres se echan fueran y se entierran. Quizá este entierro,  era un entierro digno.

Conocí la historia de un crucifijo en la casa de un amigo. Era un crucifijo de madera, antiguo y de colgar. Una de las piernas de Cristo había perdido el color. Le pregunté a mi amigo como no lo restauraba y entonces me contó que su madre lo besaba todos los días y de sus besos venía la pérdida de la pintura,  pero le gustaba verlo así. Era como una reliquia y un recuerdo del amor a Dios  que tenía su madre.

Algo parecido me pasó, hace bien poco,  a mí con una foto de mi madre. Foto antigua de los años 30 que  ya la polilla había hecho en ella sus estragos. La miraba de vez en cuando y le pedía ayuda, así, en general.
 Luego me decidí llevarla al fotógrafo que me hizo una nueva,  bien bonita y me devolvió la antigua y estropeada. ¿Qué hice con la antigua? La miré con cariño, la rompí en varios trozos, les di un beso y a la papelera.
 Creo que algo parecido se podía hacer con las estampas de los santos cuando ya no reúnen condiciones: darles un beso y quemarlas o romperlas del todo.

A veces  en mi casa  me visitaba  un sacerdote amigo que venía a pasar un rato pues era muy conversador. Cuando salía miraba una a una las imágenes y, descaradamente, les enviaba un beso con la punta de los dedos. Lo hacía siempre. Esas imágenes no eran cadáveres.

Llegué a esta conclusión: los santos son algo más que un recuerdo. Viven y nos ven constantemente y nos ayudan. Cuidarlos y quererlos en sus imágenes. Si no lo hacemos se convertirán en cadáveres que tarde o temprano irán al cementerio.
Los antiguos lo hacían muy bien en las iglesias. Los libros o los santos que ya no se usaban los echaban a la bóveda de la iglesia por si algún día  tenía interés el volver a verlos y así pasaba tantas veces que luego  venía otra generación que les daba mérito y se les limpiaba o restauraba y quedaban maravillosos, o servían para exposiciones o museos.


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